24 de mayo de 2012

La mirada de los demás

Pienso que todos los seres humanos somos artistas de nacimiento, en algún aspecto, de alguna forma. Yo he escrito cosas que no quise que nadie lea, he inventado coreografías que nadie vio, he sacado fotos que nadie vio, he tenido ideas de las que nunca hablé, he escrito canciones que nadie escuchó...

Creo también, después de mucha lucha interna, que son las ideas y la creatividad la CLAVE para dos cosas: Para ser quien uno realmente es, y para no solamente aceptarse sino también para valorarse.

Cuando me siento inspirada y tengo una idea, hago una de dos: O la llevo a cabo y me siento sorprendentemente bien, o (la mayoría de las veces) empiezo a pensar qué pensarían los demás de mi idea, de cómo la realizo, de mi misma. Empiezo a compararme, a juzgarme, a racionalizar, paranoiquear, y por lo tanto, a boicotearme.

Pero el boicoteo solamente empieza en el momento en que pienso en los demás, o en lo que PIENSO QUE PIENSAN LOS DEMÁS DE MI, o en la comparación. Ahí es cuando me empiezo a odiar. Porque cuando bailo sola en mi habitación sé que nadie me ve, porque cuando escribo algo sé que nadie lo está leyendo, porque cuando toco la guitarra sola, nadie está juzgándome... en esos momentos SOY YO... y me quiero, y está buenísimo.


Aceptarse y valorarse y no compararse son cosas casi imposibles para muchos de nosotros, pero creo que si empezás a reconocer a tus enrosques mentales como algo ilusorio e insignificante... si empezás a darle más importancia a tus GANAS que a tus MIEDOS, lo demás viene naturalmente.


Cuando pienso en las personas que más admiro, son aquellas que no dejaron que el miedo se interponga entre ellos y su creatividad... son aquellos que se permiten SER -o CREAR- porque no dejaron que el miedo les impida hacer las cosas que más les entusiasman.  

Y a través de esa expresión de sí mismos, 
reconocen su propio valor... 
y una vez que lo hacen, 
el mundo entero se los refleja.





10 de mayo de 2012

La Espina


La Espina

Me encontraba con mi maestro observando el paisaje del valle.

Un hombre se acercó a una zarza, levantó su mano para tocarla y hubo un “¡Oh!” en su boca y un rubí en su dedo. Había tocado la espina y ésta lo lastimó. El hombre limpió la sangre y, mirando la zarza, dijo:
-“Te perdono”.

Yo admiré y bendije a aquel hombre que tuvo el dulce don del perdón.

Sucedió luego que otro hombre se detuvo cerca de la misma zarza, también levantó la mano para tocarla y la zarza lo lastimó. Este hombre limpió su sangre y se detuvo allí mirando el arbusto con amor, pero no dijo: “Te perdono”.

Yo pensé: “El primer hombre era un santo: él sabía cómo perdonar esto”.

Pero mi maestro me interrumpió:
-Tú eres quien no entiende.
-¿Cómo maestro? El primer hombre es un santo porque cuando fue necesario, perdonó. ¿Y el segundo?

-Él es más santo porque no tuvo que perdonar.

Como yo estaba perplejo y mis ojos mostraban falta de entendimiento, el maestro explicó:


-La espina hiere porque es espina. Aún si lo quisiera, no podría ser capaz de dar fragancia. El primer hombre sintió dolor, y dado que no sabía, pensó que la espina fue culpable y se sintió ofendido, pero como su corazón estaba limpio, él la perdonó. El segundo hombre sintió el dolor, pero sabía que todas las espinas lastiman porque así es su naturaleza. Como no había, pues, razón para perdonar, él no perdonó.

Desde aquel día yo sufro menos cuando los cardos me lastiman. Mis heridas duelen pero como mi alma sabe, no hay ofensa. Para mi no hay nada que perdonar y, en cambio, un piadoso amor fluye hacia la espina que no es una flor, y el dolor se transforma en aprendizaje porque aprendí a comprender en lugar de perdonar.

(Anónimo).

2 de mayo de 2012

Eso no se llama amor

Sólo hubieron dos momentos en que te supe amar de verdad:
uno fue cuando me di cuenta que me gustabas,
y el otro fue cuando me di cuenta de que ya no estaba enamorada.

En medio de ese comienzo y ese final,
es cuando creí que más te amaba.
En la necesidad, la dependencia, la obsesión,
el sufrimiento, la angustia, la depresión.

A veces te echaba la culpa de toda mi desgracia,
no lograba ver más allá de la fachada.
Juzgaba tus acciones, tus comportamientos, tus palabras.
Me aferraba a tus verdades como si fueran las mías,
e inclusive inventaba otras que no nos pertenecían.

Pensaba todo el día, todos los días,
repasaba hechos, revolvía caminos, situaciones.
De alguna forma llegué a creer que eras vos el problema,
para después darme cuenta que solamente estabas reflejando el mío.

No te quería, ¡no te quería!
Eran más los momentos que te reclamaba,
te pedía, te rogaba, te reprochaba, te culpaba,
que los momentos en que te apreciaba,
te aceptaba, te abrazaba, te agradecía.

Y un buen día, cuando me resigné
porque dar vueltas hacía que viera todo borroso,
me quedé quietita, mirándome(te),
y empecé a ver(me)te como al principio.

Te aprecié, te adoré. Te amé.
Ya no tenías la culpa, ya no tenía nada que perdonarte.
Te entendí. Te acepté. Nos comprendí.
Ya no necesitaba verte. Ni hablarte, ni tocarte.

Me sentí simplemente complacida
de pensar que existís caminando en este mismo planeta.
Agradecí haberte conocido, habernos encontrado,
en esta y mil quinientas otras vidas.

Ya no hay nada que pensar, porque sé muy claramente
que no necesito ni palabras, ni hechos, ni tiempo...
el amor no se rige por esas cosas, al amor solamente lo nubla el miedo.

Sólo hubieron dos momentos en que te supe amar de verdad:
uno fue cuando me di cuenta que me gustabas.
El otro, fue cuando te comencé a querer sin necesidad de que me quieras.

Y ahora sí...